domingo, 29 de abril de 2007

Una sola Andalucía


Hasta el siglo XIX no había existido Andalucía como unidad. Se hablaba de las Andalucías, siendo algo indeterminado que estaba formado por los antiguos cuatro reinos de Córdoba, Jaén, Sevilla y Granada. Tampoco estaban divididos éstos en las ocho provincias actuales, perteneciendo los territorios malagueños en su mayor parte al último de dichos reinos. Tras la invasión francesa y como consecuencia de la Constitución de Bayona de julio de 1808, España se repartiría en Departamentos, siendo uno de ellos el del Salado, que ocupaba el mismo territorio que en 1801 se le había asignado a la provincia marítima de Málaga. Esta distribución departamental no llegó a tener vigencia, sufriendo variaciones antes de que se llegara a aplicar. A partir de abril de 1810, como división de los Departamentos se instituyen las Prefecturas, creándose en la de Málaga dos subprefecturas, una en Antequera y otra en Úbeda.
Tras estos intentos, en las Cortes de Cádiz los liberales nacionalistas iniciaron un plan de reforma territorial, donde quedaría establecido que el Estado se dividiría en provincias, las cuales se agruparían formando regiones, que coincidirían con los llamados territorios históricos de España. Se decreta la nueva división en junio de 1813, quedando sin efecto cuando al año siguiente llegan al poder los absolutistas. En enero de 1822, con los liberales otra vez en el poder, se hace una nueva división, definiéndose las ocho provincias andaluzas y quedando confirmada la provincia de Málaga sobre límites similares a los de la anterior prefectura. Está partición quedaría en suspenso en 1823 con la vuelta del absolutismo, pero diez años más tarde, de nuevo con los liberales, se volvería a poner en vigor con ciertos cambios, siendo esta división territorial del treinta de noviembre de 1833 la que rige desde entonces hasta nuestros días. Por ella Málaga ganaba los pueblos sevillanos de Alameda, Almargen, Ardales, Campillos, Cañete, Peñarrubia, Sierra de Yeguas y Teba, y cedía en cambio a Cádiz los pueblos de Alcalá del Valle, Benaocaz, Bosque, Grazalema, Setenil, Ubrique y Villaluenga, mientras que el de Zafarraya se traspasaba a la provincia de Granada.
Este paso de la Andalucía de los cuatro reinos a la de las ocho provincias, pone de manifiesto el papel de bisagra que ha jugado la tierra malagueña, y más en concreto los partidos de Antequera y Ronda, entre la llamada Andalucía oriental y la occidental. En 1789, Ronda con los pueblos de su partido pertenecían al reino de Granada, mientras que Antequera y el suyo pertenecían al de Sevilla. Sin embargo, en 1809 y 1810, con los departamentos y prefecturas, Ronda y su distrito se unen a Jerez, mientras que Antequera y Osuna se integran en Málaga. Finalmente en 1833, los pueblos del distrito de Ronda, menos la capital, pasan a Cádiz, ganando Málaga los pueblos sevillanos del distrito de Antequera. En cierto modo, el actual territorio malagueño ha sido siempre un campo de reencuentro de andaluces de uno y otro extremo territorial.

jueves, 15 de febrero de 2007

Los Apellidos

Creo que puede interesar a bastantes personas conocer algo más sobre cuál es el origen y cómo ha sido la evolución de los apellidos que hoy en día portamos en nuestro nombre.
En primer lugar habría que recordar que la necesidad de identificar a alguien cuando otro se refería a él tuvo que surgir casi al comienzo de la historia, por lo que no habría más remedio que designar a cada persona con un nombre que lo diferenciara de los demás. En un principio lo normal sería usar un solo nombre y salvo contadas excepciones, como es el caso de la cultura romana, esta costumbre se extendería hasta bien entrada la Edad Media. Fue durante ésta cuando, a la hora de registrar escrituras u otros documentos notariales, se comenzaría a consignar un doble identificador. Así, junto al nombre recibido en el bautismo (nombre de pila o pre-nombre), a menudo se anotaría la expresión qui vocant (a quien llaman), detalle que con el tiempo se iría generalizando.
El apodo o mote, que por otra parte seguro se había usado desde siempre al menos en el trato cotidiano, empieza a aparecer con asiduidad en los documentos oficiales, sobre todo como una necesidad para identificar sin lugar a dudas a un individuo dentro de su cada vez más numerosa comunidad. Seguramente este tránsito sería lento y casi imperceptible, apareciendo paulatinamente con más frecuencia anotado junto al nombre, el apellido (segundo nombre o co-nombre) en cualquier documento oficial o eclesiástico. Con el transcurso del tiempo esta costumbre se iría afianzando, hasta que los apellidos llegaron a adquirir un carácter hereditario. Sobre todo con la imposición por parte de la iglesia, a partir de 1564 tras el Concilio de Trento, del uso de libros de registros parroquiales; aunque son abundantes los casos en que existían libros sacramentales abiertos varias décadas antes de estas fechas. No obstante, no será hasta comienzos del siglo XIX, con la aparición de la Ley del Registro Civil durante el periodo comprendido entre 1830 y 1840, cuando se instituya de forma oficial la denominación de una persona. Desde ese momento a los padres sólo se les va a permitir la elección del nombre de pila, complementándose éste con dos apellidos, que debían ser los primeros del padre y de la madre y en este mismo orden. Aunque recientemente se ha suavizado esta normativa con la posibilidad de poder invertir su colocación.
Por lo tanto, desde la Edad Media hasta el siglo XIX, los apellidos se van heredando pero sin una norma estricta. Así, en mi investigación he ido encontrándome con distintos casos a la hora de recibir el apellido. Por una parte, ha sido frecuente, en los siglos XVII y XVIII, encontrar hijos que heredan sólo los apellidos de su padre (Francisco Sánchez Méndez, hijo de Lucas Sánchez Méndez, hijo de Francisco Sánchez Méndez, hijo de José Sánchez Méndez, hijo de Francisco Sánchez Méndez; o el caso de Paula de Montes Villalta, hija de Gonzalo de Montes Villalta, hijo a su vez de Francisco de Montes Villalta; o el de Alonso García de Aranda, que durante más de tres generaciones cada hijo primogénito recibe tanto los apellidos como el nombre de su padre). O, en algunos casos, sólo parte del apellido (Así, Bibiana de Figueroa es hija de Benito Román de Figueroa, Juana de Urbano lo es de Joseph López Urbano y Josepha Meléndez, de Gregorio Pérez Meléndez). Las mujeres en algunas ocasiones heredaban el apellido de su padre y en otras, el de su madre (Como las hermanas Josepha de Torres y Francisca de la Bandera, hijas de Bernabé de Torres y de Francisca de la Bandera). Pero durante el siglo XVII han sido mucho más frecuentes los casos en que se saltaba una generación, recibiendo las niñas el nombre y apellido de su abuela (Flor de Olmedo era nieta de Flor de Olmedo que a su vez lo era de Flor de Olmedo; Beatriz de Zapata recibe nombre y apellido de su abuela Beatriz de Zapata; Melchora del Valle lo recibe de su abuela Melchora de Valle; al igual que Juana de Ulloa lo era de Juana de Ulloa; son algunos ejemplos entre otros muchos). Aunque a veces también ocurría lo mismo con los hombres (Antonio Sánchez del Pozo, hijo de Marcos Bernal y de Margarita Ximénez, hereda nombre y apellidos de su abuelo que se llamaba igual y, en el caso de Roque Guerrero, éste recibe el apellido de su abuela paterna Joana Guerrero). Por todo esto, no ha sido raro encontrar abundantes casos de hermanos que no tenían los mismos apellidos (Así vemos que Juana de Ulloa es hermana de Antonio Barba Coronado, también son hermanos María de Salamanca, Jacinto Merchán y Magdalena Abo, y Francisca Matheos de Relosillas lo es de Graciana Matheos y Estela; Inés Macías es hermana de Juana González, la primera recibió el apellido de su padre, Pedro Macías, mientras que la segunda heredó a su abuela, que se llamaba también Juana González; Francisca de Ayllón es hermana de Lucía Muñoz de Guzmán, lo mismo que Gracia López lo era de Marcos Bernal; María Nebros, como su madre, es hermana de Ana Vivar, que era el nombre de su abuela; siendo también hermanos Francisco de la Rubia, Andrés González de la Rubia y Leonor Juárez, nombre y apellido que recibe de su abuela; también son hermanos Pedro García Durán, que se llama como su padre y su abuelo, y Joan Pérez Brasa, que es nieto por línea materna de Melchor López Brasa; y de la misma manera lo son también Mathías Fernández Román de Figueroa, Francisca Román de Toro y Pedro Román Corvino de Figueroa). E incluso en algunos casos he hallado que se les daba a los hijos los apellidos de sus padrinos o de algún otro familiar. Pero a medida que nos vamos acercando a la época actual, se va convirtiendo en lo más habitual encontrar como los apellidos son heredados de forma directa de padres a hijos.
Otro caso a destacar sería el de los cambios que han sufrido los apellidos en su forma de escritura, ya sea al adaptarse a la ortografía de la época o, incluso, provocados por el nivel cultural de la persona encargada de hacer los registros. Así, apellidos como Jiménez, Mejías o Rojas, han derivado respectivamente de Ximénez, Mexías y Roxas, aunque el primer caso también aparece en ocasiones como Giménez; evolucionando también Xoyos y Hil hasta convertirse en Hoyos y Gil. Otros apellidos como Bázquez, Carabantes, Abilés o Pabón, han ido cambiando con el tiempo la “b” por “v”. Masías, Bezerra y Braza se han transformado en Macías, Becerra y Brasa; transformándose en otros, como Godoi, Anaia y de los Reies, la “i latina” en “y griega”; terminando por perder la “h” apellidos como Matheos y Harana. Un caso curioso es el de la evolución sufrida por el apellido de origen francés Sabatèe que primero se transformó en Sabater, luego en Salbatier que cambiaría a Salvatier, para terminar convirtiéndose en Salvatierra. O el de la evolución hasta el apellido Ríos desde Pedro Martín, que pasando por Hernández del Río y Martín del Río, se quedaría más tarde sólo en del Río para concluir a finales del siglo XIX convirtiéndose en Ríos.
Para finalizar esta sencilla reflexión sobre los apellidos voy a hacer una breve referencia a sus posibles orígenes. Está claro que los primeros apelativos tendrían que estar relacionados con alguna particularidad especial de la persona, y así encontramos que la procedencia de los apellidos puede ser muy diversa. Algunos surgen de circunstancias personales del portador (Moreno, de la Rubia...); otros del oficio, cargo o situación en su vida social (Guerrero, Ternero...); con frecuencia indican la localidad de procedencia o el lugar donde residen (del Castillo, de la Vega, de Almonester, Laguna, Ocaña...); aunque quizás los más frecuentes sean los patronímicos, siendo formados en castellano generalmente añadiendo el sufijo -ez (González, Gutiérrez, Ximénez, Enríquez...). De todas maneras, sea cual fuese la procedencia de cada apellido, en breve tiempo iría perdiendo su significación originaria, rompiéndose en tan sólo algunas pocas generaciones cualquier asociación con el motivo que diera origen a éste, llegando así a nuestros días.